Inestable, así era su domingo. Joachim pertenecía a una raza
de hombres distintos. Una superflua animación de contradicciones y
desencuentros. No se soslayaba con el ímpetu de los amoríos casuales, y se
divertía por las noches a base ron cubano y cigarrillos armados. Se sentía
sólido, como a quién ves en el subte que nada le ocurre, que nada lo perturba,
que flota por encima del resto. Pero en el fondo, siempre bien abajo, hay algo
que no lograba controlar. Sin embargo el color de invierno bañaba las calles de
su barrio, de su ciudad. Sus ojos se cautivaban con la belleza de los
amarillos, el marrón en las hojas secas, y el cielo contrastando con aquella
paleta bien definida entre la ambigüedad y el equilibrio. Un equilibrio propio
que los domingos saben destruir. Será la pesadumbre, ña nostalgia, el sólo mero
de que las almas se encierran en sus refugios a llorar, a deprimirse, a
permitirse lo que no pretenden mostrar afuera. Y ahí yace el error, los
antifaces caen, se deshacen y el cuerpo se desnuda, en un baño de sinceridad.
Sincericidio. Propio y personal, una autodestrucción de la cual, nadie, ni
siquiera Joachim puede escapar.
Él conocía de estos días, en el que el estómago se te
revuelve y todo, absolutamente todo no tiene sentido, ni un mensaje, ni un
saludo, ni el gato que duerme sobre el sofá, ni siquiera las charlas familiares
que vagan entre: ´Ernesto está muy grande´ y ´ ¡Mirá que chiquitos éramos,
Marta!´. Patrañas, diálogos comunes, insignificantes. Schiam vagaba por su
cama, sin ánimos de querer vivir aquel día. El cuerpo le pesaba, y su todo se
encontraba aun suspendido en aquella calle de la noche anterior. Cuando entre
hojas de otoño, una luz naranja y ruido indescifrable de un bar, él estaba
apoyado contra una pared roja, mirando el asfalto, los borrachines y los
amantes celosos, cuando giró su cabeza hacia la derecha. Le dolía. Un dolor
punzante le saturaba la vista y lo incomodaba. No pretendía mucho. No pretendía
nada. Hasta que la vio. Como si una estela hubiera dibujado el paisaje, un as de
luz comenzó a describir un boceto en el aire, justo donde tenía apoyada su
sien. Aquel hilo blanco se elevaba de entre las hojas y tomaba forma: Primero,
aparecieron unos pies pequeños con botitas marrones, unas piernas osadas, de
carne, una especie de sobretodo también del mismo tono, dentro una cintura
donde cabían sus dos manos, sus brazos, su abrazo. Aquella luz comenzaba a
largar un aroma, dulzón, ámbar, penetrante y alivianador. Cómodo. Joachim
miraba asombrado como todo comenzaba a desaparecer menos él. Menos aquella
pintura romántica, de este siglo, vuelta mujer. Unos pechos, un cuello, una
bufanda que caía, y una boca. La comisura bien definidas, delgada, pequeña,
justa. Un mentón apenas hacia fuera. Unos ojos soñadores, con sus pestañas
adyaciendo su círculo. Unas cejas bien definidas, más arriba un flequillo, a
veces desparejo, otras juguetón. Su pelo corto terminó por componer aquel
perfecto montaje de una película de Luc Besson. Radiante. Rara, y encendida, sí.
Esa as, esa aura hipnotizaba el mundo entero, y lo detenía a su merced. Joachim
no podía apartar la vista, no quería. Sentía como esa luz, con forma de mujer,
le abrazaba el pecho, la espalda, y la transmitía esa paz que tanto buscaba. Ardía.
El pecho le galopaba. La cabeza había dejado de punzar, y adentro, muy adentro
el ardor le llegaba a su centro. Y ella lo elevó. Lo elevó entre los árboles,
las casas, los borrachos, el bar y su cuerpo. Lo llevó tan alto que el cielo se
abría en dos para dejarlos fluir. Eran estrellas fugaces. Eran el universo en
su conjunto. Eran la envidia de los marineros. La culpa de los monarcas. El
terror de los mediocres. La adoración de los aztecas. Eran lo que siempre se
habían reprimido. Eran uno. Y se besaron, en sus bocas yacía el miedo. Y
jugaban a tenerlo, a pasarlo, a crearse de una vez por todas. Su boca cabía
perfecto entre sus labios carnosos. Y danzaban. No era fácil despegarse. Tenían
vida propia. Hacían y deshacían. Sus lenguas acompañaban un vaivén de deseo y
éxtasis, de profundo temor, de inobjetable cariño. De ternura osada, de almas
hirviendo. Hasta que encontró sus ojos. Y allí decidió quedarse, dormir,
acurrucarse contra sus pestañas y descansar por el resto. Sus miradas brillan,
por si mismas, por su propia incandescencia. Le transmitía paz. Era un mar. Verdaderamente
lo es. Como si allí pudiera hundir su barco y yacer en un furtivo final el
resto de la humanidad.
Un golpe en la ventana sacudió a Schiam. El estómago se le
revuelve, duda, tiembla. Joachim miró por fuera y descubrió que el domingo estaba
presente. Y aun lo tenemos allí. Redimiéndose. Fugitivo entre sus sábanas
intenta volver de aquel vuelo. Intenta buscarla en su día tormentoso. Intenta
esclarecer su tatuaje infinito. Intenta darse al ruedo y perder, machucarse,
buscar camorra. Ser golpeado. Porque sabe, desde el pecho hasta el extremo de
sus pies, que ese beso lo revive, una y otra vez. Como su libro favorito, como
su redención. En sus ojos el edén.
Asi es su domingo.
Bienaventurada seas.