domingo, 2 de julio de 2017



El edén en sus ojos.

Inestable, así era su domingo. Joachim pertenecía a una raza de hombres distintos. Una superflua animación de contradicciones y desencuentros. No se soslayaba con el ímpetu de los amoríos casuales, y se divertía por las noches a base ron cubano y cigarrillos armados. Se sentía sólido, como a quién ves en el subte que nada le ocurre, que nada lo perturba, que flota por encima del resto. Pero en el fondo, siempre bien abajo, hay algo que no lograba controlar. Sin embargo el color de invierno bañaba las calles de su barrio, de su ciudad. Sus ojos se cautivaban con la belleza de los amarillos, el marrón en las hojas secas, y el cielo contrastando con aquella paleta bien definida entre la ambigüedad y el equilibrio. Un equilibrio propio que los domingos saben destruir. Será la pesadumbre, ña nostalgia, el sólo mero de que las almas se encierran en sus refugios a llorar, a deprimirse, a permitirse lo que no pretenden mostrar afuera. Y ahí yace el error, los antifaces caen, se deshacen y el cuerpo se desnuda, en un baño de sinceridad. Sincericidio. Propio y personal, una autodestrucción de la cual, nadie, ni siquiera Joachim puede escapar.

Él conocía de estos días, en el que el estómago se te revuelve y todo, absolutamente todo no tiene sentido, ni un mensaje, ni un saludo, ni el gato que duerme sobre el sofá, ni siquiera las charlas familiares que vagan entre: ´Ernesto está muy grande´ y ´ ¡Mirá que chiquitos éramos, Marta!´. Patrañas, diálogos comunes, insignificantes. Schiam vagaba por su cama, sin ánimos de querer vivir aquel día. El cuerpo le pesaba, y su todo se encontraba aun suspendido en aquella calle de la noche anterior. Cuando entre hojas de otoño, una luz naranja y ruido indescifrable de un bar, él estaba apoyado contra una pared roja, mirando el asfalto, los borrachines y los amantes celosos, cuando giró su cabeza hacia la derecha. Le dolía. Un dolor punzante le saturaba la vista y lo incomodaba. No pretendía mucho. No pretendía nada. Hasta que la vio. Como si una estela hubiera dibujado el paisaje, un as de luz comenzó a describir un boceto en el aire, justo donde tenía apoyada su sien. Aquel hilo blanco se elevaba de entre las hojas y tomaba forma: Primero, aparecieron unos pies pequeños con botitas marrones, unas piernas osadas, de carne, una especie de sobretodo también del mismo tono, dentro una cintura donde cabían sus dos manos, sus brazos, su abrazo. Aquella luz comenzaba a largar un aroma, dulzón, ámbar, penetrante y alivianador. Cómodo. Joachim miraba asombrado como todo comenzaba a desaparecer menos él. Menos aquella pintura romántica, de este siglo, vuelta mujer. Unos pechos, un cuello, una bufanda que caía, y una boca. La comisura bien definidas, delgada, pequeña, justa. Un mentón apenas hacia fuera. Unos ojos soñadores, con sus pestañas adyaciendo su círculo. Unas cejas bien definidas, más arriba un flequillo, a veces desparejo, otras juguetón. Su pelo corto terminó por componer aquel perfecto montaje de una película de Luc Besson. Radiante. Rara, y encendida, sí. Esa as, esa aura hipnotizaba el mundo entero, y lo detenía a su merced. Joachim no podía apartar la vista, no quería. Sentía como esa luz, con forma de mujer, le abrazaba el pecho, la espalda, y la transmitía esa paz que tanto buscaba. Ardía. El pecho le galopaba. La cabeza había dejado de punzar, y adentro, muy adentro el ardor le llegaba a su centro. Y ella lo elevó. Lo elevó entre los árboles, las casas, los borrachos, el bar y su cuerpo. Lo llevó tan alto que el cielo se abría en dos para dejarlos fluir. Eran estrellas fugaces. Eran el universo en su conjunto. Eran la envidia de los marineros. La culpa de los monarcas. El terror de los mediocres. La adoración de los aztecas. Eran lo que siempre se habían reprimido. Eran uno. Y se besaron, en sus bocas yacía el miedo. Y jugaban a tenerlo, a pasarlo, a crearse de una vez por todas. Su boca cabía perfecto entre sus labios carnosos. Y danzaban. No era fácil despegarse. Tenían vida propia. Hacían y deshacían. Sus lenguas acompañaban un vaivén de deseo y éxtasis, de profundo temor, de inobjetable cariño. De ternura osada, de almas hirviendo. Hasta que encontró sus ojos. Y allí decidió quedarse, dormir, acurrucarse contra sus pestañas y descansar por el resto. Sus miradas brillan, por si mismas, por su propia incandescencia. Le transmitía paz. Era un mar. Verdaderamente lo es. Como si allí pudiera hundir su barco y yacer en un furtivo final el resto de la humanidad.


Un golpe en la ventana sacudió a Schiam. El estómago se le revuelve, duda, tiembla. Joachim miró por fuera y descubrió que el domingo estaba presente. Y aun lo tenemos allí. Redimiéndose. Fugitivo entre sus sábanas intenta volver de aquel vuelo. Intenta buscarla en su día tormentoso. Intenta esclarecer su tatuaje infinito. Intenta darse al ruedo y perder, machucarse, buscar camorra. Ser golpeado. Porque sabe, desde el pecho hasta el extremo de sus pies, que ese beso lo revive, una y otra vez. Como su libro favorito, como su redención. En sus ojos el edén. 

Asi es su domingo.

Bienaventurada seas.

viernes, 6 de marzo de 2015


Ámbar


LIBRO I


Los amores pasajeros son aquellos que te pegan de lleno en el pecho, entre cortando el aire y cegándote como lo hace un asteroide. Son fugaces, pero fulminantes. Un cálculo de un desconocido físico de origen belga determinaba que: "la potencia del efecto lateral es, rotundamente, proporcional a la suma de la distancia y la velocidad multiplicado por la fuerza de la gravedad al cuadrado (D + V.FG²=E)" Sin embargo, un camionero robusto que había logrado un alto en su ruta a Canadá en un sucucho del norte extremo de California me había revelado, mientras masticaba un pedazo de pan rancio entre sus dientes, que más bien, el choque tenía que ver con "la profundidad del color de sus ojos, pibe". Me fui sin pagar de aquel antro cuando todos se encontraban ebrios y entonando a Sinatra, a la vez que desplegaban un arsenal de agravios en un impecable latín.


domingo, 17 de agosto de 2014

Cartas a María


Carta 27
25 de abril, 2014
En algún café de San Martín.



 Fueron dos segundos. Dicen, sabios de todos los lugares remotos de la Tierra, que eso es lo que dura una respiración. Un instante. Apenas un milésimo tiempo en el que respiramos y tomamos un envión. Nuestras mentes pueden volar más que la velocidad de la luz. Una sola palabra puede disparar una enorme cantidad de pensamientos catastróficos, hermosos, peligrosos, dudosos y únicos.

 
Tenías las manos húmedas.
 
  Dos segundos dura el beso de los enamorados de Septiembre. Dos segundos dura la caricia de una persona sobre la mejilla de la otra. De dos segundos a 1 hora -récord que estableció Mohamedd Alahmej en el Siglo XV- es lo que dura un abrazo. Un apretón para quitarnos las penas y olvidarnos de cualquier temor. Dos segundos dura la mirada fugaz de un amor pasajero, de verano, o lo de los subtes. Dos segundos puede durar la decisión de correrla por el andén y rogar que Dios interceda y corte el trayecto, o de quedarnos parados viendo cómo nuestra vida se esfuma.
Dos segundos, dura un adiós. Silencioso, inhóspito, sin cabida en un corazón aún latente. Dos segundos duró mi vida recorrida en tu sonrisa cuando escuché que te habías ido. Fuiste mi primer gran pérdida. Nunca mis lágrimas tuvieron más sentido que en esos días. Mi corazón latía en un compás sin precedentes. Dos segundos me bastaron para maldecirme en mil idiomas porque dos segundos había durado mi decisión de no ir a visitarte ese Domingo, sino el Lunes luego del trabajo. Iba a comprarte un libro que hacía rato quería que tuvieras, y, te juro, que todavía está esperando en mi mesa de luz a que lo pases a buscar. Iba a contarte de mis progresos en Teatro, de mi novia, de mi y de lo que me ensañaste "a que nadie te pise". Iba a acariciarte mucho y abrazarte. No fueron muchas las demostraciones de afecto hacia vos, pero si de vos hacia mi, y hacia mi familia, mis hermanos, mis primos. Rodeados de flores y abrazos te despedí. Y juré que jamás te olvidaría. Apreté fuerte las manos de Martín, de Marlene, de Nico, de Gonza, de todos... Rogando que nunca dejes de llamarme. De hacerme los licuados de banana, de prepararnos la cama, la ducha y la ropa que le sobraba a Alfredo cuando nos quedábamos a dormir. Que nos llamaras a meternos a la pelota, con cocas, galletitas y todo lo que vos nos dabas. Tu amor es impagable, me queda grabado en el pecho como un tatuaje que jamás voy a exhibir. Voy a extrañarte, en cada sonrisa, en cada caricia, en cada mirada, en cada locura que tenga. Te tengo dentro. Para siempre.
Y te juro, por mi vida, por mis entrañas, por mi carne, que te voy a volver a buscar, te voy a traer de vuelta y voy a cuidarte.
Te amo Tía. Y se que ahora mismo estas acá a mi lado, esperando a que termine de escribir éste desahogo para abrazarme. Porque así eras vos.
Te amo.
Feliz Cumpleaños.

jueves, 14 de agosto de 2014


Libro Primero *



 

Él siempre quiso vivir en el cielo. Si al haber llegado al mundo le hubieran abierto la puerta de par en par y le hubeiran susurrado al oído : "elige", él sabía cuál iba a ser su respuesta. No podía imaginar la vida sin contemplar aquella inmensidad. Sin soñarla una madrugada siquiera. Con ojeras en los ojos, salía de su humilde casa, una choza de esas que se acostumbran ver en la aldeas pequeñas de Europa del Sur: pequeña, hecho con ladrillones de barro y alfalfa, unas tejas coloradas decorando la entrada y un aroma a caña y mirra. Alejado del poblado, recorría los matorrales que cubrían gran parte de su campo. Tenía la costumbre de levantarse al alba. Se ponía unos pantalones de corderoy bien cómodos, una camisa de lino blanco, su boina, unos cuántos cigarros y su anotador. En el, dicen, tomaba nota la forma cambiante que tenía el mundo a cada hora, cada mes, en los distintos años. Caminaba por un sendero de color rojizo que había trabajado con su padre apenas habían arribado a aquel lugar buscando paz y un nuevo rumbo. Pasó por delante de los caballos que se apaciguaban a la luz de un sol que empezaba a asomar. Unos 40 metros más a la izquierda se encontraba la entrada a un bosque de cerezos, conocido en la Francia como "Foret de Prunes" el más importante del condado. Eran muy sabrosos, en el mes de Abril, cuando la Primavera regocija al viejo Continente, el lugar se llenaba de amantes pasajeros que buscaban una historia de locura y pasión para luego contarles a sus nietos, o los novios perezosos que buscaban una nueva excusa para seguir juntos. Se detuvo frente a la abertura que cubría un gran tronco de color cuasi grisáceo, se colocó bien la boina y trepó para tomar unos cuántos frutos. Hoy era Jueves, "los Jueves ameritan más de una hora y media", pensó. Giró sobre sus talones y encaró derecho hacia el este, sabía el camino de memoria. Lo repetía 14 veces a la semana, 672 en un año. Ésta era su visita 15456, un mismo 11 de Mayo en el 1919, había comenzado con estas excursiones. Es muy raro su origen, y dificil de recordar. Yo había escuchado su historia estando en un bar de Amsterdam cuando un viejo amigo -que el Todopoderoso lo tenga en la Gloria- me había anunciado que existía un árbol de tal tamaño que la rama más alta se escurría por entre las nubes. Pero sólo había un hombre que conocía de su paradero. Al ruedo, pues, me lanzé a buscarlo. Tomé el primer tren a París y alli desembarqué. Me instalé en un departamentito que olía a cloro y rosas, el dueño no era otro más de los que quieren aprovecharse de los turistas, pero cómo mi urgencia era mucha, le entregué los 50 euros que pedia por una sala que no tenía más que una cama bajita, un baño donde el agua se salía a chorros, una garrafita pequeña de gas, la vista daba a un estacionamiento que se caía a pedazos, y no pretendía ue me dieran un desayuno, pero un "Buen Día", no le hace mal a nadie... Suficiente. "Turista, sí, claro", le sonreí. Pasé más de mis 40 años deambulando por un Continente que me había adoptado involutariamente como hijo, luego de la repentina muerte de mis padres en Turín. De ahí desemboqué por hoteles, bares, cafés, trincheras y cocinas. Bombai, Nueva Delhi, Ciudad del Cabo, Egipto, Isla de Creta, Barcelona, Glasgow, y, finalmente, Sofía, dónde me instalé de una vez por todas, más por falta de dinero que por comodidad. Allí, pude trabajar por una guitas en un café de mala yunta, y cuando se disparó la guerra de la ex Yugoslavia, decidí que era tiempo de tomar un atajo.
                                        


- ¿Señor Lichsteinen? Qué lo trae por aquí- me sorprendía su vuelta, no lo esperaba en Holanda sino hasta entrado Octubre

-Lo mismo de siempre, Roy...- Levantó levemente su boina verde y con una ceja elevada me sonrió.

- Una buena medida de escocés, perfecto.... Tomé el pedido y se lo coloqué en su mano cuánto antes, no le gustaba la espera, y si lo hacía en menos de 5 minutos, había recompensa. Una buena historia me esperaba...

- Ha cambiado éste viejo lugar eh, Roy - Escudriñaba entre sus lentes con forma de luna llena a los que invitaban a ser personajes de un cuento digno de Dante.

- No mucho, sólo que los clientes ya no son los mismos. Se están muriendo, Señor Lichsteinen...- al mismo tiempo que le respondía miraba lo que nos rodeaba. Era verdad, ya no era la misma cantidad de hace treinta años, ni tomaban lo mismo de antes. Pero el círculo es así, y daba lástima. Los que estaban tenían un aspecto deplorable, y tuvimos que implementar la venta de té y de comidas sin sal. Ya no existía la alegría. O peor, dudo que haya estado alguna vez.- Cómo va su nuevo libro, Señor?...

-Creo que no debo repetirte que odio que tú me llames así. Déja eso a los aristócratas. Mi madre no estuvo 9 meses pensando un nombre para que sólo me digan Señor Lichsteinen... suena tan... ¡Aristócrata! ¡Sí, eso es!- su mano sostenía levemente el vaso. El whiskey había bajado más de la mitad ya- Y si, ya casi lo termino. Pero no creas que tendrá éxito por lo que dice... ¡Ya nadie tiene nada para decir!.

-¿Tienes algo para mí hoy?- Lo corté enseguida, sabía lo que se venía. Una catarata de agravíos en contra del sistema y cómo la juventud se venía al suelo, y bla bla bla, era inminente. No, no tenía ganas de eso.

- Ésta sí es buena, acércate un poco más muchacho. Te conozco y sé de tu andar nómade que tienes. Enseguida saldrás al ruedo...

-Me conoces, Gabriel. Pero, para mala suerte, no he conseguido reunir mucho dinero en este lugar, y hago horas extras en una calesita del centro, no hay caso- le negué con la cabeza. No era de mi costumbre quedarme más de dos meses en un lugar. Pero ésta vez la vida me estaba ganado, tal vez tiene razón el viejo.

-Sí, y te apresuras demasiado. Yo te costearé ese viaje- dijo casi a los gritos y le pegó un manotazo a la mesa de madera que crujío por debajo de nuestras manos. Intenté callarlo unos segundos, sin embargo se veia convencido, y realmente se me venían las ganas de encarar un nuevo destino. -¿Te has quedado perplejo, eh, Roy? ¿Me has oído bien? No quiero excusas ni negativas, hoy mismo partirás hacía París, irás en el Tren de las 00:10.-me miraba fijo...

-Gabriel, te lo gradezco muchÍsImo, pero sé de tu situación...

-¡No seas estúpido, muchacho! Yo ya soy un viejo decrepito, cómo casi todos en este lugar. No me queda mucho que vivir, pero a tí si. Y debes serme fiel, ésta vez va por mí. No vas de turista, vas con una misión- Sus ojos me penetraban del todo. Sentía como si quisiera traspasarme el cerebro. Nunca lo había notado asi.

-¿He escuchado bien? ¿Dijiste misión, Gabriel?- el viejo estaba loco, de veras estaba loco.

-¿Problemas de audición, Hanks? Veo que el tiempo pasa para todos...-bebió un largo sorbo de la bebida y la liquidó. Se desajusto un poco el chalequito marrón que llevaba y se acomodó la barba entrecana.

-¡Mira quién habla!¡Salud!

-Salud... -Eructó. Igual nadie lo percibió, estaban todos realmente muy mal. Se inclinó sobre la mesa y me alentó a imitarlo, se ve que quería ser sútil- ¡Demonios! Vas a ser el primero en saberlo, ¡qué mas da! Escucha y presta atención- la cicatriz con forma de medialuna que llevaba en el pómulo derecho se hacía mas clara a medida que se acercaba a la luz de la vela, tal vez me contaría cómo se la hizo, eso sí que era un misterio- ¿qué no lo era en el Señor Lichsteinen?-. Frunció un poco el entrecejo y volvió clavarme sus ojos castaños en los míos, con un párpado más caido que el otro. Estaba claro que esto no era uno de sus juegos. Su nariz respingada se movía al compás de que me recitaba una historia que parecía épica. Me había convencido. Recorrí el salón llenos de viejotes y fui hasta mi cuarto. Abrí el cajoncito con mi mesada, mi sueldo -lo que quedaba de él- y unas propinas. Un viejo saco, un sobretodo, el sombrero, los cigarros y un despertador. Tomé el anotador del saco de Gabriel -me había sugerido que lo llevase conmigo- y los boletos del tren. Estaba dormitando sobre la mesa. La baba le cubría la cara. Eran las 23:10. Todavía quedaba una hora.

*Novela a construir por Joachim Schiam (y no se sabe con certeza cuándo lo hará) 

Desgarrar el aire

Hay momentos en que el pecho siente una presión de ahogo, de necesidad de explotar. Son momentos donde uno se hace mil preguntas y no aparece ninguna respuesta. A veces, no importa el lugar, no importa el espacio. Puede ser en una cantina, en una cancha, o recostado sobre la almohada. Puedes estar en un concierto, en una reunion de familiares perdidos, en una orquesta de pánico. Pero aún así, el vértigo ese que sientes en el cuerpo aparece sin razón. Como si algo adentro tuyo te empujara, y otro peleara al unísono con aquel para tirarte atrás, una y otra vez.

Empiezas a planear miles de estrategias de escape, miles de frases, miles de excusas. Tu mirada se fija en la nada, pero saben bien qué estan mirando. Tus manos se agarran entre si para sotenerte del agobiante temblor. Tus ojos se nublan por completo con un elixir llamado lágrima. Las moléculas alrededor dan paso a un vacío inmenso en el cual el eco de tus pensamientos se multiplican. Tu corazón empieza a dejar salir esos sentimientos que guardas tan hondo, que casi ni uno los reconoce.

Se te hace difícil salir, patear, corromper ese orgullo, cual cerrojo, que te impide ser realmente. Tu alma te brota desde los poros y tu garganta se desvive por narrar. Tú mismo te odias. Tu cuerpo empieza a andar en un camino sinuoso de péndulos y desvíos.

Pero tu meta es otra. Es encontrar el modo de dejar salir tu alma en carne. Es perder el miedo. Dejar de ser mediocre, dejar la cobardía de lado. Es arriesgarte a un si, a un no, aun "ni siqueira", a un "tal vez Señor Presidente".

Es nombrarla, es gritar su nombre. Seguido de un "me estoy enamorando de vos".

Joachim Schiam


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